-¡Ajum!...
La intencionada tos del rey que reflejaba su impaciencia
resonó por todo el salón, dejando a su paso un incómodo silencio entre todos
los invitados que miraron hacia el trono con temor.
-¡Ajum! –volvió a toser. -¿Dónde se ha metido mi hija? Es la
primera vez que llega tarde a su propio cumpleaños. ¿Le habéis dicho que hay
tarta de frambuesa con hinojo?. Es su favorita, no lo entiendo….
-¡Una carta! –gritó alguien de repente entrando al salón del
trono. -¡Los aposentos de la princesa están vacíos y sobre su cama había una
carta para Su Majestad!
-¡Traedla inmediatamente! –rugió el rey levantándose de
golpe del trono. Una algarabía rodeó al sirviente que traía la misiva. -¡Puede
tratarse de un secuestro y la carta ser una petición de rescate! ¡Malnacidos!
¡Llamad a mi guardia y reunid a todos los caballeros del reino, hay que partir
de inmediato en su busca!
El rey arrancó prácticamente la carta de las manos del
agotado sirviente que había bajado los doscientos cuatro escalones desde el
torreón de la princesa hasta la sala del trono. Comenzó a leerla en voz baja
hasta que terminó, levantó la vista y cayó sentado de nuevo en el trono como un
fardo pesado, su regia capa rebosando por allí, su brillante corona cayendo por
allá. Cuando los asistentes se dieron cuenta de que el monarca se había
desmayado uno de ellos cogió la carta del suelo y ante el expectante silencio
comenzó a relatar en voz alta lo que en ella había escrito:
Padre, no sé cómo
deciros esto. Puede que os resulte difícil de entender, puede que sea doloroso
para vos, que me odiéis incluso, pero debéis comprenderme. Me voy padre. Huyo
del reino. No quiero ser más princesa, no quiero más caros ropajes ni altas
torres ni joyas ni halagos. No os preocupéis, no es culpa vuestra que me vaya,
he sido muy feliz aquí pero el tiempo, padre, el tiempo ha pasado y ya no soy
la niña que correteaba por palacio a la que le contaban cuentos de hadas,
brujas y dragones. Mi risa ya no suena igual que antes, os habréis dado cuenta,
y hay mañanas en las que me despierto triste y hay días en los que me cuesta
dormir. Me sorprendo a mí misma mirando por la ventana de mi torre el
horizonte, ese que tan bien conozco, y me pregunto qué habrá más allá, más allá
de vuestro reino, lugares en los que vos no sois rey ni yo soy princesa. Y es
ahí donde quiero ir, fuera de este cuento que tan feliz habría de hacerme pero
no lo hace. No podía seguir disimulando, ni mentiros a vos, pero sobre todo no
podía mentirme más a mí misma.
Es el corazón padre.
Siempre lo ha sido. Pero no os engañéis, no me lo han robado, no hay príncipe
que me lo haya arrebatado ni me he enamorado de ningún joven de las
caballerizas que me haya pedido fugarme con él. No he enloquecido con poemas ni
cantares con mi nombre en el título ni he guardado en mi cofre las promesas de
un amor eterno. Pero es mi corazón, padre, al que oigo latir cada noche
pidiéndome más, pidiéndome ya, pidiéndome todo. Y quiero dárselo padre, quiero
entregarle mi vida y que sus latidos sean la montura que me lleve más allá de
ese horizonte tras el que ni vos sois rey ni yo princesa.
No necesito el oro de
vuestro reino. Yo misma haré fuego en el camino. Coseré mis ropas y curaré mis
heridas. Donde repose mi cabeza, allí será mi hogar. Trabajaré. Seré escriba,
cocinera, juglar o cantinera. No volveré a no ser yo hasta el día de mi muerte.
Buscaré a otro corazón que suene como el mío, porque sé que está allá afuera,
pero le buscaré sin buscarle y le necesitaré sin que me haga falta, y sólo a
ese otro le entregaré mis días y mis noches. Y haremos fuego juntos en el
camino, coseremos nuestras ropas y curaremos nuestras heridas. Donde reposen
nuestras cabezas allí será nuestro hogar. Sólo entonces mi corazón estará feliz
y rugirá de nuevo y su vacío no me desvelará nunca más. Si hubiera un cuento
ése sería el mío. Mi propio cuento, escrito por mí. Será un pequeño cuento, una
diminuta historia, un asterisco en un libro mucho más grande, pero será mi
asterisco. Quiero que exista. Por pequeño que sea.
Perdona por hacer algo
así en el día de mi cumpleaños pero ya conozco vuestros regalos. Me los hacéis
todos los años. Son cosas bonitas, pero ahora necesito que otros me hagan
regalos. Nuevos sueños y esperanzas esperando ser desenvueltas. Guardaré todos
los que me habéis hecho en mi corazón. Ya no seré más princesa pero siempre,
siempre seré vuestra hija.
Un profundo silencio se adueñó del salón. Nadie pronunció
palabra. Poco a poco, mientras los médicos atendían al desmayado rey, los
invitados comenzaron a salir del salón sin pronunciar palabra. Eran ciudadanos
de un reino sin princesa. Aun así, no había tristeza en el ambiente. Todos la
querían y la habían conocido desde niña, pero aunque no lo dijeran se alegraban
de que fuera libre y feliz más allá de las murallas. Algunos antes de salir se
arremolinaron en torno a una ventana y señalaron el horizonte preguntándose
dónde estaría la princesa, por qué sendero habría empezado su camino, si
volvería alguna vez. Sabían que el día se convertiría en noche y la noche en
día y mañana la echarían un poco menos en falta y habría más banquetes y
fiestas, inviernos, primaveras, otoños y veranos y poco a poco su recuerdo
sería menos triste… además, eventualmente, todos los cuentos tienen un final
feliz….
Epílogo (o prólogo, según se mire)
El bosque era un laberinto más enmarañado de lo que ella
pensaba. Su hatillo pesaba el doble de cuando partió y los pies le dolían desde
hacía un rato así que decidió detenerse en un claro a descansar. Se descalzó y sentada en la hierba comenzó a
buscar en el fondo de su hatillo una hogaza de pan cuando una mano apareció
frente a su rostro con un ramillete de magnolias, algunas de tallo roto, que se
combaban y bailaban frente a ella. Al final del brazo había un joven que
resoplaba cansado.
-Llevo siguiéndola un buen rato, no había visto nunca una
chica más rápida que vos. No pretendo asustarla, sólo que la vi canturreando
sola por el bosque y, he de reconocerlo, me pareció que una chica tan hermosa y
divertida como vos no puede pasear en un día como el de hoy sin que le regalen
un ramillete de flores, aunque sea tan pobre como este.
Ella sonrió como antes de dejar de sonreír como antes y
aceptó el ramillete.
-¿Pues sabe, noble caballero, que casualidad o no hoy es mi
cumpleaños y sus magnolias son el primer regalo que me hacen?
-Entonces hay que celebrarlo –respondió él. –Conozco una
taberna siguiendo este camino donde podría hacerme el honor de invitarla a
comer. Pero primero deberíamos presentarnos.
La que fuera princesa le dijo al chico de las magnolias su
nombre y el chico de las magnolias le dijo el suyo a la chica que fuera
princesa. Cuando ella se levantó para recoger sus cosas y volver al camino giró
la cabeza y su melena se movió con ella, y en aquel momento el chico de las
magnolias olió el olor más maravilloso que podía haberse imaginado. Más, mucho
más, que cualquiera de las flores que se encontraban en aquel bosque, en
cualquier bosque. Era como ver un color que no habías visto en tu vida y al que
no podías ponerle nombre. Una mezcla química imposible, una chispa en el Universo
que sabía que sólo le estaba pasando a él en ese único instante y que despertó
un corazón que ya no podría dormir jamás. Si alguien le hubiera pedido que
metiera aquel rayo en una botella hubiera dicho que el amor olía a una mezcla
de cilantro y yerbabuena.