miércoles, 12 de febrero de 2014

Corduroy

-Vamos, no me jodas.
Estaba sentado en una roca, una enorme piedra con forma de ataúd en la última fila del embarcadero. Frente a mí la bahía se abría paso hacia el mar. Podía oír las olas rompiendo al fondo como la respiración del público antes de abrir el telón. Como si rompieran por mí. Como si esperaran que yo hiciera algo que les diera sentido. No debí haber bebido tanto pero ¿quién podía dar marcha atrás?. Bienvenido sabio consejo, qué bueno que hayas podido venir, ahora que te den por el culo y déjame seguir fumando en paz. Me voy a morir igual, ¿sabes?. Si es aquí por lo menos es un lugar más bonito que los que habitualmente transito. Así que vuelve por donde has venido, como te vuelva a oír en mi cabeza te juro que la estrellaré contra las rocas de ahí delante hasta que te calles.
Ver el amanecer era todo lo que me importaba ahora. El sol, no, en minúsculas no... el Sol saliendo por el horizonte y rompiendo la oscuridad. Creía en mi romántica inocencia que ver salir una estrella, el suave brillo de millones de explosiones nucleares calentando mis ojeras me reconciliaría con lo bueno, la belleza, la vida. Ver morir las sombras y reírme de ellas, iluminarme, quedarme ciego. Pero estaba tardando demasiado y la mezcla de alcohol y sueño me volvía un cabrón impaciente.
Pero fueron los colores los que me hicieron olvidarme, los que silenciaron el pitido que vive en mi oído izquierdo. Comenzó con un añil suave que graduaba el negro tras las colinas que rodeaban la bahía. Tenías que fijar mucho la vista para ver la diferencia pero ahí estaba. Luego el lila comenzó a adueñarse del horizonte, veteando las ahora visibles nubes de más tipos de rojo de los que creía conocer. Estuvimos así, los colores y la semioscuridad y yo durante un buen rato haciéndonos compañia, el amanecer sin Sol y yo haciendo juegos de manos hasta que me di la vuelta, tiré el cigarro y comencé a andar hacia el coche.
A mi espalda, quizás, el primer trozo de Sol aparecía sobre el mar. A ciento cincuenta millones de kilómetros aquel hijoputa quemaba hidrógeno como la punta de un cigarrillo que siempre tiraba. Lo sabía porque mi sombra había empezado a bailar burlona delante de mí en mi camino al coche.
Algún día aquella maravilla que se erguía orgullosa tras de mí se convertiría en gigante roja, se enfriaría y la triste y preciosa enana blanca resultante proyectaría otras sombras, quién sabe si tan agitadas y gilipollas como la mía. Dónde estaremos tú y yo entonces, quién sabe el recuerdo de quién seremos, pensaba mientras cerraba la puerta y le daba al contacto, chirriando las ruedas y dejando una nube de polvo y arena a mi paso, sólo el polvo y la arena reposando de nuevo sobre las huellas que una vez pisé, calentándose con los primeros rayos y borradas de nuevo por la brisa de la mañana.