Nadaba yo la otra
noche entre vasos anchos de ginebra y antibióticos para la amigdalitis que
hacía ya varios días venía atormentándome cuando caí en el hueco entre el sofá
y la cama, más sedado que inconsciente. De
repente, sin corte aparente entre la insulsa realidad de mi habitación y el
torbellino onírico del más feroz de los sueños, me encontré a mi mismo en el
borde inferior de tu ojo izquierdo. Para que te hagas una idea del tamaño que
tendría era la mitad de la mitad de una de tus pestañas. Miré hacia abajo, más
allá de la llanura de tu mejilla, y un vértigo atroz se apoderó de mí, así que
para alejar esa sensación de precipitarme por tu rostro me concentré en tu
iris, que se movía delante de mí. No parecías percatarte de mi presencia así
que comencé a hacerte señas desesperado pero cada vez que pestañeabas una
corriente de aire me tiraba al suelo. De repente vi aparecer a la vez de las
hendiduras de los lados de tu ojo dos enormes masas de agua que fueron a
juntarse violentamente en el centro y formaron una esfera de agua que comenzó a
avanzar hacia mí a toda velocidad como en aquella película de Indiana Jones.
Corrí en dirección contraria hacia el abismo de tu mejilla con el corazón roto
pensando en por qué estarías llorando. Pensaba en esto cuando trastabillé y
comencé a rodar mejilla abajo y grité...
...preparado para el
golpe pero no aterricé, sino que abrí los ojos y estaba recorriendo la orilla
del Sena cerca de Pont Marie, por los puestos de cuadros y libros donde te
conocí mientras hojeabas una pedantería de Sartre que me inventé que había
leído para intentar ligarte. Llevaba gabardina marrón, zapatos marrones, sombrero
marrón, era yo todo un color como esos detectives de los años 40, y llevaba en
la mano una hoja de libreta arrancada por la mitad, con una dirección escrita y
una frase al margen que rezaba "Ven a verme, pero no traigas tu corazón.
Si vienes a verme y lo traes, te mataré. O haremos el amor. Ven a verme.".
Estaba escrito en francés, así que hasta una amenaza de muerte parecía
excitante. Conocía la calle, no estaba muy lejos, en el Barrio Latino, pero en
aquel momento dejé de controlar mi cuerpo, di media vuelta arrugando el papel y
lo arrojé al Sena. Me iba pero quería volver y por mucho que arrastraba mi
voluntad para volver sobre mis pasos el sueño podía más que yo, y de repente ya
no recordaba la dirección que ponía el papel y ya no haríamos el amor ni me
matarías y me volví a romper por dentro como atravesado por flechas.
Luego de aquello todo
fueron lugares comunes:
Yo en Florida viendo
cómo despegaba la primera misión colonizadora de Dione, la luna de Saturno, en
un viaje sólo de ida, tú me despedías desde un ventanuco del cohete, agitando
la mano como si nos fuéramos a volver a ver.
Yo siendo microfonista
en el rodaje de La Dolce Vita
y tú saliendo de la Fontana
di Trevi para ir a abrazar a Mastroiani, del que te enamorabas una y otra vez y
yo tenía que oírlo, oírlo, oírlo aunque cerrara los ojos, tus piernas luchando
por salir del agua, tu abrazo, tu beso, tus ojos italianos y sus ojos
italianos, y sostenía el micrófono en lo alto y parecía que pesaba toneladas y
nadie gritaba corten.
Yo recepcionista y tú
dejando el hotel. Tú en... yo hacia. Ya sabes, ese tipo de historias.
Lo más curioso es que
lo último que soñé fue que dormía dentro de un girasol, de nuevo reducido al
tamaño de un pulgón. Era aún noche porque dormitaba sobre los pétalos cerrados,
así que sólo veía el suelo por las rendijas. Conforme fue incrementando la luz
el girasol fue subiendo y yo descendiendo por el pétalo que había sido mi cama
para no caer de manera brusca, hasta que aterricé en el centro de la flor y
tenía el Sol sobre mí, así que me quedé tumbado, vagueando el final del sueño
porque no me apetecía correr más, ni despedirte más, ni perderte otra vez. Allí
encima seguiría siempre a la estrella así que pensé en instalarme y allí hice
mi hogar, mirando a la fresca tierra de noche y al azul del cielo por el día. Y
ahí sigo, lo creas o no, tumbado en mi habitación, durmiendo sin soñar dentro
de un sueño. Oliendo a galán de noche y jazmín, balanceado por el viento sobre
una cama de cosquillas. Con el tiempo me aventuré por una rendija entre dos
pétalos y encontré unas escaleras que bajaban por el tallo. Así que a veces
hago excursiones al suelo y con los brazos en jarra mirando al horizonte pienso
en ti, en mi vida pasada de gigante, en Pont Marie, en Florida, en Roma... en
mi agitada vida de aquí para allá. Y una parte de mí echa de menos soñarte. Así que subo las escaleras de nuevo pero recordando siempre el número de
pétalo que me lleva al suelo (el segundo a la derecha de la primera sombra que
proyecta el alba). Para poder bajar de vez en cuando y recordar que dormir sin
sueños no dura para siempre...